Si bien la visita de Miriam y Damián era
inesperada y los ojos de se esposo expresaban curiosidad, Cassandra había sido
muy persuasiva en el momento de decidir como proceder. Tom y Michelle se habían
ido directo a ver a Seth. Aquella situación era urgente. Nada que su hermano o
su cuñada pudieran decirle podía ser tan importante como advertirle a un aliado
del inminente peligro en que estaba su vida. Además, ella siempre había logrado
conservar más la cordura frente a las actitudes de su familia que él. Las
características de diplomático desaparecían de él en el preciso instante en que
Damián aparecía frente a sus ojos y abría la boca.
Ahora que Tom se había ido, sin embargo, la
casa seguía en silencio. El matrimonio había entrado al living, seguidos de
cerca por un temeroso muchacho en el que Cassandra reconoció, con sorpresa, a
Nicanor, su sobrino y una niña de no más de doce años que asumió sería Romina,
la hermana del muchacho. Hacía años que no veía a su hermano, desde que la madre
de ambos había fallecido, y apenas había visto a la niña cuando era un bebé. No
tenía la menor idea de qué podían estar haciendo allí, pero la actitud de
Vicky, que no se había movido de su lugar ni había levantado la vista de la
mesa, le daba una idea de que no era algo bueno.
– Bueno, supongo que no vinieron a que nos
miráramos la cara – los increpó, comenzando a molestarse con el silencio –, así
que los escucho. ¿Qué los trae por acá?
Damián, su hermano, meditó un momento antes
de hablar, evidentemente buscando las palabras correctas. Como era costumbre,
Miriam, su mujer, lo interrumpió antes de que pudiera emitir un sonido y empezó
a hablar sola, indignada, explicando que Vicky había atacado a su hijo.
Mientras decía esto, tomó al muchacho del brazo y lo acercó hacia ella, para
que pudiera verlo. El chico casi pegó un salto del susto, y se mantuvo a una
distancia prudencial, los ojos fijos en su prima como si esta fuera a saltarle
encima en cualquier momento, a pesar de que esta seguía inmóvil en su lugar, a
metros de distancia.
El cuello del muchacho era una procesión de
marcas violetas, una junto a la otra, en ocasiones superpuestas. Podía
distinguir claramente la forma de una mano rodeándole el cuello y, sobre ella,
la marca inconfundible de una mordida. Las ojeras que se formaban debajo de sus
ojos y su palidez extrema dejaban en claro que no solo apenas había dormido
sino que además había perdido mucha sangre. Vicky no solo lo había atacado:
había estado a punto de matarlo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Debió
hacer un esfuerzo para mantenerse tranquila. Sabía que su hija estaba pasando
por un mal momento. Sabía que todo se le había vuelto más difícil en el último
tiempo. Pero jamás había imaginado que pudiera llegar a aquello. De pronto tuvo
miedo.
Una sensación espantosa la invadió de golpe,
como una oleada de dolor. Por un momento pensó que no podría mantenerse en pie,
que aquello la haría doblarse en el suelo. Luego descubrió que no se trataba de
dolor físico y que el sentimiento ni siquiera le pertenecía. La puerta se abrió
y cerró a su espalda y la sensación fue desapareciendo de a poco. Fue ahí
cuando comprendió lo que había sucedido. Las lágrimas se agolparon en sus ojos
y fue incapaz de detenerlas. Por primera vez en mucho tiempo, estaba llorando.
En ocasiones se olvidaba de que Vicky podía percibir lo que pensaba. Aquel
dolor, aquella sensación había sido ella, probablemente incapaz de detenerla,
inconsciente de que la estaba proyectando, del mismo modo que ella no se había
percatado de estar proyectándole su miedo.
Deseó poder ir tras ella, hablarle,
consolarla. La sola idea de que su hija estuviera sufriendo de ese modo y por
su culpa le resultaba insoportable. Pero era incapaz de moverse, incapaz de ir
tras ella. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía hacer para ayudarla? No tenía la
menor idea.
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