17 sept 2012

Cazadores: Michelle. Parte 38: Sybilla.




Sabía que debía estar junto a su hermano. Sabía que nuevamente le estaba fallando, como tantas otras veces. Pero por algún motivo no lograba hacerlo, no lograba hacer todas las cosas que sabía que tenía que hacer. Nunca había sido como Tom o como Will. Siempre había estado en paz con sus padres a costa de complacerlos. Sus hermanos siempre habían seguido sus corazones, sus ideales. Habían dado todo por amor. Y siempre se tendrían el uno al otro. Siempre tendrían a sus hijas. Ella no tenía nada. Nunca había sabido conservar nada, más que odio. Y quizás por eso no estaba junto a Tom ahora: porque sabía que él la odiaba, que incluso Vicky la odiaba aunque no la había visto más de un par de veces. Nadie quería verla en aquel lugar. No tenía nada que ofrecer. Por eso, en lugar de intentar consolar a su hermano por su pérdida, estaba sola en aquel lugar, donde de otro modo hubiera habido una gran fiesta de sangre. Por supuesto, el lugar estaba desierto, lo cual para ella era ideal para pasar un rato con su soledad. Parecer fuerte se le estaba volviendo agotador. Después de tanto tiempo sola, la vida se le había vuelto una carga demasiado abrumadora y solitaria. Tal vez estuviera llegando su hora.
Un ruido la sacó de sus cavilaciones. En la penumbra, una figura pequeña, casi infantil, se le acercó sin emitir casi ningún sonido. Cuando la tuvo a menos de un metro de distancia la reconoció: Louisa. Desde que había llegado la muchacha estaba evitándola y no podía culparla por ello.
– Deberías haber ido a casa de Tom – le dijo con voz severa, como si fuera mucho mayor que ella. Loo había cambiado mucho desde la última vez que la había visto, si bien su aspecto físico era casi el mismo. Que la abandonara le había roto el corazón. Lo sabía.
– Tom me odia. Lo último que quiere es verme ahí.
– Si buscás reconciliarte con tus hermanos deberías empezar a hacer algo para mejorar la relación.
– ¿Quién dice que quiero reconciliarme con mis hermanos?
– Sé que no estás acá por mí – dijo Loo con rencor – así que asumo que tiene que ser por ellos. Te conozco: no viniste hasta acá por nada.
Sybilla sintió las palabras como un cachetazo. Desvió la mirada de la muchacha un momento para evitar que viera el brillo en sus ojos.
– Estás dispuesta a seguir a mi hermano a donde sea. ¿Verdad? Incluso si decide pelear esta guerra – preguntó, cambiando el tema (o, al menos, intentando).
– Y mucho más – respondió la otra con convicción –. Cuando no tuve más nada, ni a nadie, Tom me recibió. Confío en él y él confía en mí. Y él sabe elegir cuales son las cosas por las que vale la pena pelear. No puedo decir lo mismo de todo el mundo.
– Decilo: no podés decir lo mismo de mí. ¿No es así?
– Es verdad. Vos nunca te jugaste por nada ni por nadie más que vos misma.
– ¡Es muy fácil para vos juzgarme desde afuera! – exclamó Sybilla con indignación.
Loo clavó sus ojos en ella con furia. Una llama rojiza brilló en ellos un instante antes de volver a serenarse. Había una tristeza en ellos que no había estado un momento atrás.
– Yo lo dejé todo por vos – le reclamó –: mi vida, mi familia. Incluso la luz del sol. No me quedó ni una pizca de humanidad. Nunca te pedí tanto a cambio. Pero nunca estuviste dispuesta a jugarte.
– ¿Nunca se te ocurrió pensar en lo que podrían decir? Dudo que siquiera Tom lo aprobara si supiera.
– Tom piensa que fuiste una estúpida por no jugarte por lo que sentías. Y sigue pensándolo – respondió Louisa con rencor –. Y yo también.
Dicho esto, se dio media vuelta y desapareció, dejándola sola otra vez.
No fue hasta que escuchó la puerta cerrarse a lo lejos que dejó que las lágrimas la vencieran. Entonces se entregó al llanto más desesperado de su vida. Jamás había sentido tanta desolación junta, o jamás había estado dispuesta a reconocérselo a sí misma.
Louisa tenía razón. Y ya era hora de cambiarlo; había llegado la hora de enmendar alguno de los errores que había cometido.


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