Sabía que debía estar junto a su hermano.
Sabía que nuevamente le estaba fallando, como tantas otras veces. Pero por
algún motivo no lograba hacerlo, no lograba hacer todas las cosas que sabía que
tenía que hacer. Nunca había sido como Tom o como Will. Siempre había estado en
paz con sus padres a costa de complacerlos. Sus hermanos siempre habían seguido
sus corazones, sus ideales. Habían dado todo por amor. Y siempre se tendrían el
uno al otro. Siempre tendrían a sus hijas. Ella no tenía nada. Nunca había
sabido conservar nada, más que odio. Y quizás por eso no estaba junto a Tom
ahora: porque sabía que él la odiaba, que incluso Vicky la odiaba aunque no la
había visto más de un par de veces. Nadie quería verla en aquel lugar. No tenía
nada que ofrecer. Por eso, en lugar de intentar consolar a su hermano por su
pérdida, estaba sola en aquel lugar, donde de otro modo hubiera habido una gran
fiesta de sangre. Por supuesto, el lugar estaba desierto, lo cual para ella era
ideal para pasar un rato con su soledad. Parecer fuerte se le estaba volviendo
agotador. Después de tanto tiempo sola, la vida se le había vuelto una carga
demasiado abrumadora y solitaria. Tal vez estuviera llegando su hora.
Un ruido la sacó de sus cavilaciones. En la
penumbra, una figura pequeña, casi infantil, se le acercó sin emitir casi
ningún sonido. Cuando la tuvo a menos de un metro de distancia la reconoció:
Louisa. Desde que había llegado la muchacha estaba evitándola y no podía
culparla por ello.
– Deberías haber ido a casa de Tom – le dijo
con voz severa, como si fuera mucho mayor que ella. Loo había cambiado mucho
desde la última vez que la había visto, si bien su aspecto físico era casi el
mismo. Que la abandonara le había roto el corazón. Lo sabía.
– Tom me odia. Lo último que quiere es verme
ahí.
– Si buscás reconciliarte con tus hermanos
deberías empezar a hacer algo para mejorar la relación.
– ¿Quién dice que quiero reconciliarme con
mis hermanos?
– Sé que no estás acá por mí – dijo Loo con
rencor – así que asumo que tiene que ser por ellos. Te conozco: no viniste
hasta acá por nada.
Sybilla sintió las palabras como un
cachetazo. Desvió la mirada de la muchacha un momento para evitar que viera el
brillo en sus ojos.
– Estás dispuesta a seguir a mi hermano a
donde sea. ¿Verdad? Incluso si decide pelear esta guerra – preguntó, cambiando
el tema (o, al menos, intentando).
– Y mucho más – respondió la otra con
convicción –. Cuando no tuve más nada, ni a nadie, Tom me recibió. Confío en él
y él confía en mí. Y él sabe elegir cuales son las cosas por las que vale la
pena pelear. No puedo decir lo mismo de todo el mundo.
– Decilo: no podés decir lo mismo de mí. ¿No
es así?
– Es verdad. Vos nunca te jugaste por nada ni
por nadie más que vos misma.
– ¡Es muy fácil para vos juzgarme desde
afuera! – exclamó Sybilla con indignación.
Loo clavó sus ojos en ella con furia. Una
llama rojiza brilló en ellos un instante antes de volver a serenarse. Había una
tristeza en ellos que no había estado un momento atrás.
– Yo lo dejé todo por vos – le reclamó –: mi
vida, mi familia. Incluso la luz del sol. No me quedó ni una pizca de
humanidad. Nunca te pedí tanto a cambio. Pero nunca estuviste dispuesta a
jugarte.
– ¿Nunca se te ocurrió pensar en lo que
podrían decir? Dudo que siquiera Tom lo aprobara si supiera.
– Tom piensa que fuiste una estúpida por no
jugarte por lo que sentías. Y sigue pensándolo – respondió Louisa con rencor –.
Y yo también.
Dicho esto, se dio media vuelta y
desapareció, dejándola sola otra vez.
No fue hasta que escuchó la puerta cerrarse a
lo lejos que dejó que las lágrimas la vencieran. Entonces se entregó al llanto
más desesperado de su vida. Jamás había sentido tanta desolación junta, o jamás
había estado dispuesta a reconocérselo a sí misma.
Louisa tenía razón. Y ya era hora de
cambiarlo; había llegado la hora de enmendar alguno de los errores que había
cometido.
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