George la observaba con desconfianza. No hacía demasiado que se había unido al grupo de cazadores y varios seguían sin confiar en ella. No los culpaba. Muy pocos habían probado la sangre alguna vez, si bien la mayoría eran como ella. En sus ojos y en sus reflejos aún se vislumbraban los efectos de la sangre de su último oponente, a pesar de que de ello hacía casi dos semanas. ¿Qué las diferenciaba de los demás vampiros? A los ojos de algunos de sus nuevos compañeros, el haber sido una esclava no era suficiente. Tampoco su odio hacia aquellos cuya guerra se había cobrado la vida de su madre.
Susan se estremeció a su lado. Era una muchacha de casi su edad. Tenía un rostro infantil que, acompañado de su cuerpo pequeño y desgarbado, le daban el aspecto propio de una niña. Michelle la tomó por el brazo de forma cariñosa, reconfortándola. A pocos metros de ellos había dos vampiros de aspecto juvenil. Ambos tenían el porte de nobles y hablaban de forma afable con un comerciante del pueblo. Se habían acercado para hacer un reconocimiento y ya no había ninguna duda: el lugar estaba infestado. Solo les restaba actuar.
Fue entonces cuando lo vio: uno de los vampiros se giró, su rostro quedando de frente hacia donde ella estaba. Sus miradas se encontraron y fue como si el mundo se paralizara. Ya había visto aquellos ojos azules. Sus miradas se habían encontrado del mismo modo hacía casi dos años, aunque el tiempo no parecía haber pasado para él y ella estaba apenas cambiada. Pensó que jamás volvería a verlo, que sus caminos no volverían a cruzarse. Se le hizo un nudo en el estómago al caer en la cuenta de que estaba allí para asesinarlo. Sus compañeros no le perdonarían la vida aunque ella quisiera hacerlo; pero una parte de ella se negaba a dañarlo. Entre ellos había una conexión que no podía explicar, como si el universo intentara decirle algo. No podía dañarlo.
Él no apartaba los ojos de ella. También la había reconocido y parecía como hipnotizado. Su compañero no tardó en notarlo. Temiendo ser vista, Michelle se ocultó detrás de la pequeña Susan. Seguramente él ya sabía quien era ella. Si era así, entonces ya estaba advertido sobre el peligro.
Unos días más tarde regresó al pueblo. Eran un grupo más pequeño y no tardó demasiado en quedar sola. El otoño estaba dando paso al invierno y el frío comenzaba a hacerse sentir. Una ráfaga de viento le pegó en la espalda, haciéndola estremecerse. La misma ráfaga trajo consigo un aroma aterrador: vampiro. Sin pensarlo dos veces, Michelle tomó la daga que llevaba escondida entre sus ropas: una hoja compuesta por maderas unidas por finas bandas de metal: roble, cedro, algarrobo, oro, plata y bronce y un corazón de hierro; un invento de George con un inesperado resultado: envenenar y quemar la sangre del vampiro, reduciéndolo a cenizas.
Él fue má veloz. La hoja se detuvo a pocos centímetros de su pecho y cayó al suelo mientras él presionaba su muñeca. Sus ojos azules se clavaron en los de ella. No había miedo ni sorpresa en ellos. Michelle se paralizó: era él otra vez.
– No voy a hacerte daño – le dijo él en un susurro.
– Lo sé – dijo ella con un hilo de voz, aún tensa.
– Me recuerdas. ¿Verdad? – Le preguntó el muchacho. Sus ojos no se habían apartado de los de ella ni un instante.
– Hace dos años, junto al río – susurró ella, asintiendo levemente.
– ¿Por qué no me atacaste? ¿Por qué me perdonaste la vida?
Michelle lo miró con curiosidad. El vampiro se estaba arriesgando demasiado para hacer una pregunta tan trivial.
– El niño, le respondió después de un momento con voz más firme –. Él era como yo; pero lo defendiste con tu vida.
– James es mi hermano – dijo él con sorpresa –. ¿Cómo no iba a defenderlo?
– Los vampiros que conozco desprecian a aquellos que son como yo. Somos sus esclavos, no sus iguales. ¿Acaso no sabes quién soy?
El vampiro esbozó una sonrisa. Su mano liberó la muñeca que aún sostenía con firmeza. Michelle se paró erguida frente a él, atenta a cada uno de sus movimientos. Él le acarició el rostro con la yema de los dedos. Sus ojos la estudiaron con detenimiento antes de responder.
– El vampiro que asesinaste, el que te mantenía prisionera, era Arthur Rose, el enemigo de mi padre. Mi nombre es Seth Blackeney.
– Él era mi padre – respondió Michelle, sus ojos fijos en los de él, esperando ver su reacción.
Los ojos del muchacho se agrandaron como platos de la sorpresa. Una risa se ahogó en su garganta.
– Eso podría convertirte en líder del clan Rose – le dijo el muchacho en tono de broma –. Pero veo que has optado por otro camino…
– Los cazadores me ven como a una igual. Ellos no son monstruos como los vampiros.
– Los cazadores son asesinos. Y no confían en ti. ¡Tú también eres un vampiro…!
– Michelle – dijo ella, apartándose del muchacho y alejándose lentamente –; mi nombre es Michelle.
No hay comentarios:
Publicar un comentario