Aquello era una locura. La primer entrada en aquel diario tenía casi trescientos años. Las hojas del cuaderno eran amarillas y quebradizas, y la tinta estaba casi borrada por el paso del tiempo. Alguien había releído el manuscrito docenas de veces. A pesar de eso, había una sola cosa de la que no tenía ninguna duda: a pesar de los leves cambios producidos por el tiempo y los instrumentos de escritura, aquella era su letra. ¿Pero cómo era posible?
Llevaba encerrada en esa habitación tres días. Le traían comida, pero apenas quería tocarla. Página tras página, el diario revelaba cosas que jamás hubiera imaginado. No era tanto un recuento de las cosas que le pasaban en el momento. Era más bien una narración de todo aquello que había ido recordando en aquellas ocasiones pasadas. Pero si hacía trescientos años estaba en la misma situación que ahora: ¿cuánto tiempo llevaba esta historia? Era como un círculo sin fin. Al parecer, sin importar cuanto intentaba retener la información en su mente esta se le escapaba. ¿Qué esperanza podía tener esta vez? ¿Por qué todo iba a ser diferente?
Y después estaba Seth. A medida que iba avanzando en las páginas del diario iba comprendiendo más y más por que su rostro le resultaba familiar: cada una de las páginas había sido escrita durante los períodos en los que él la había encontrado, de una forma u otra. Él había sido siempre el guardián del diario. Él había estado siempre buscándola, intentando ayudarla a recordar. Pero siempre por algún motivo ella se había ido. ¿Por qué?
La cabeza comenzó a darle vueltas. Estaba cansada. Apenas había comido o dormido. Tenia conciencia del paso del tiempo porque veía la luz del sol por una ventana. No sabía siquiera a donde daba, no se había asomando. Tal vez necesitara descansar. Con cuidado de no romper las hojas, dejó el libro abierto boca abajo sobre el escritorio que había en la habitación y se acostó en la cama. No tardó demasiado en dormirse.
Al despertar estaba en un lugar húmedo y frío. La poca luz que había entraba por un ventanuco a la altura, más bien un hueco en la pared de piedra cruzado por barrotes oscuros. Estaba recostada sobre un montón de paja que cumplía la función de colchón y no tenía nada con que cubrirse. Su ropa no era más que un montón de harapos sucios que no alcanzaban a abrigarla del frío. A pocos metros había otro montón de paja sobre el que dormía una figura delgada de largo cabello rubio: su madre. De pronto, la puerta se abrió de par en par. Una figura entró en la habitación con paso firme. La puerta se cerró a su espalda. Un rayo de luz le dio de lleno en la cara un momento: tenía el cabello claro y un aspecto juvenil que su mirada parecía desmentir. Había algo en él que irradiaba maldad. Michelle sabía que su presencia allí significaba malas noticias. Siempre era así. Arthur rara vez iba a su celda a menos que estuviera fastidiado. Algo no andaba bien y necesitaba distraerse. Para eso tenían prisioneras a las mujeres humanas: para entretenerse; y para procrear su ejército de mestizos. En las guerras entre clanes, los pura sangre comandaban y los mestizos eran carne de cañón. Por lo general, las mujeres mestizas no duraban. Solo entrenaban hombres para la guerra. Las mujeres morían. Por qué ella seguía con vida era un misterio. O tal vez no. Arthur era el líder del clan. Lo había sido durante los últimos cien años, desde que había asesinado a su padre. De todas las prisioneras, por algún motivo inexplicable, Blanche, su madre, siempre había sido su favorita. Y también la que había sufrido sus abusos por más tiempo. Curiosamente, Michelle no solo había sido fruto del primer embarazo de Blanche; también era la primogénita de Arthur. Si hubiera sido de sangre pura, eso le hubiera dado la posibilidad de heredar a su padre en un futuro. Dada su condición, no era más que una esclava criada como una humana cualquiera.
Blanche despertó con el ruido de la puerta al cerrarse. Sus ojos recorrieron la habitación mientras se adaptaban a la luz. Al reconocer al hombre que había entrado, se puso de pie lentamente. Él la miró en silencio mientras lo hacía, y luego dio un paso hacia ella. Michelle permaneció quieta en su lugar, tratando de no llamar la atención. Arthur nunca había sido amable con ella, a pesar de haberle permitido vivir. Cerró los ojos y se esforzó por no escuchar lo que sucedía a su alrededor. No pudo hacerlo por mucho tiempo. El hombre se había puesto violento. Blanche gritaba y forcejeaba con él. La estaba lastimando. Sin pensarlo dos veces, Michelle se levantó e intentó detenerlo, apartarlo de su madre. El hombre era demasiado fuerte para ella, y no le costó mucho arrojarla a un costado; pero su ataque fue suficiente para enfurecerlo del todo. De la nada, el hombre sacó una daga y la atacó con ella, rozándole levemente el rostro. Un hilo de sangre bajó por su mejilla mientras ella intentaba esquivar el siguiente ataque. Su madre, desesperada, se abalanzó sobre él, intentando frenar la lucha. La hoja de la daga se hundió en su pecho en un instante.
Michelle rugió de furia y desolación mientras el cuerpo de su madre caía inerte al suelo. Arthur la miró solo un momento y luego se giró hacia ella en busca de más sangre. Pero algo en ella había cambiado. Su rabia se convirtió en una furia animal que se apoderó de ella, y entonces todo a su alrededor desapareció.
La historia de cómo una esclava mestiza asesinó a Arthur Rose y escapó de su castillo se esparció rápidamente por todo el territorio. Principalmente porque nadie pudo frenarla incluso una vez que hubo cruzado la frontera con el clan de los Blackeney.
Vagó durante días, ocultándose como pudo para no caer en manos de los vampiros. Cuando se veía acorralada recurría a su recientemente descubierto poder. Entonces sucedió algo inesperado: una mañana, en las cercanías de una ciudad cuyo nombre desconocía, se topó con un vampiro de sangre pura. Los había visto durante cada día de su vida, no necesitaba que se lo dijeran para saberlo. Junto a él había un niño de no más de siete años de aspecto humano: era un mestizo. La similitud de sus rasgos indicaba que estaban emparentados de algún modo. Los rumores se habían esparcido y no le tomó mucho al mayor reconocerla. Instintivamente, y para sorpresa de la muchacha, tomó al niño por el brazo y lo ubico a su espalda, quedando en medio entre él y la chica. Michelle, que se había dispuesto a atacarlo, se detuvo de inmediato. Su mirada se encontró con la del vampiro: jamás había visto unos ojos tan azules, pensó. Él se quedó allí observándola también, como hipnotizado. Luego de un instante, dio un paso hacia adelante, hacia ella, asustándola. Michelle no lo dudó un instante: salió corriendo en dirección opuesta a la ciudad y a los dos muchachos. Pensó que jamás los volvería a ver.
Michelle despertó. Estaba nuevamente en la habitación donde había pasado los últimos tres días leyendo aquel diario centenario intentando encontrar respuestas a quien era en verdad. Se sentó en la cama, aturdida, tratando de aclarar su mente. El sentido común le decía que aquello no había sido más que un sueño, pero en el fondo estaba segura de que no lo era. Aquello era la realidad, el inicio de la historia. Su padre había sido el líder de un clan de vampiros, y ella era una mestiza: mitad humana, mitad vampiro. Capaz de vivir de la forma que ella decidiera, sin sufrir la sed que acosaba a los de pura sangre. Igualmente poderosa en cuanto se alimentara de la preciada bebida.
Refregándose los ojos, obligó a su mente a retener aquella última imagen, aquellos ojos azules tan profundos como el cielo. Aquel muchacho, aquel vampiro. Pensó que jamás lo volvería a ver; pero estaba equivocada: aquel vampiro era Seth.